*Colectivo Puente Madera
Por mucho que
se empeñe la historiografía oficial, los antiguos reinos no eran otra cosa que
las fincas particulares de las distintas dinastías. Para mantener o acrecentar el
patrimonio familiar, los reyes no dudaban en expoliar a su pueblo mediante
tributos que no pagaba la nobleza y en enviar a sus súbditos a las infinitas
guerras que hicieron de Europa un auténtico matadero. La historia de la
monarquía es la historia de los inmensos sufrimientos causados, tantos que los
aduladores de la Corte tuvieron que inventarse el cuento de que era Dios quien elegía
directamente a sus majestades, de modo que rebelarse contra el poder
equivalía a rebelarse contra el cielo y adquirir billete directo hacia el
infierno. ¿Y quién se arriesga a tirarse toda la eternidad abrasándose en un
caldero por evitar unos cuantos añitos de padecimiento?
La engañifa funcionó, con más o
menos fortuna, durante siglos, pero a finales del XVIII los franceses le segaron
el cuello a Luis XVI (y, de paso, a unos cuantos miles de nobles) y se
dieron cuenta de que la tierra no temblaba bajo sus pies. Así empezó una nueva
época que no tardó en generar relatos propios para camuflar una estructura
social basada en el monopolio oligárquico del poder y en la explotación del
hombre por el hombre. En este caso, la maniobra de despiste consistió en desviar
la atención de los supuestos ciudadanos hacia un concepto abstracto nuevo
denominado patria o nación. Todos sentimos un cierto afecto por la tierra en la
que nacimos y yacen nuestros antepasados, y todos nos reconocemos en un legado
cultural que nos permite comunicarnos con nuestros paisanos y nos identifica
ante el resto del mundo, pero los políticos del siglo XIX no se conformaron con
proponer un juego de sentimientos más o menos ambiguos, sino que elevaron
el concepto de nación al grado de dogma religioso. Plantearon el hecho
nacional como algo preexistente, inmutable, sagrado e indiscutible, lo mismo
que el Dios con que en tiempos anteriores se justificaron las peores
atrocidades. Curiosamente, los mismos gobernantes a los que se les llenaba la
boca de soberanía nacional monopolizaron el poder mediante el fraude electoral y el turno
de partidos, y saquearon el patrimonio público mediante las
desamortizaciones para enriquecerse ellos y las oligarquías a las que
pertenecían, dejando la patria hecha un guiñapo. Mientras tanto, muchos
obreros, alienados por la propaganda del régimen, seguían pensando que sus
enemigos potenciales eran los obreros de otros países, y miles de ellos,
millones de ellos, murieron en las sucesivas carnicerías organizadas por los
estados durante el siglo XX.
Y con esos antecedentes llegamos
a nuestros días. A todas horas y en todos los medios, contemplamos cómo los nacionalismos
patrios, en este caso el nacionalismo unionista español y el nacionalismo independentista
catalán, se embisten como dos carneros. Una vez, y otra, y otra… El espectáculo
no es casual, ni gratuito. Mientras nuestros gobernantes y sus camarillas
mediáticas encienden
con sus discursos las peores pasiones, los ciudadanos se olvidan por un tiempo de que se están desmantelando
los servicios públicos y se están degradando hasta extremos hasta hace poco
insospechados las instituciones democráticas que encarnan la soberanía
nacional. Desde luego, no seremos nosotros quienes neguemos a nadie el
derecho de opinar y decidir acerca de su futuro, pero conviene recordar que
todos los nacionalismos son unos engañabobos. La patria del trabajador es
la justicia, y sus compatriotas, los trabajadores del resto del mundo.
@CPuenteMaderaAB
* El
Colectivo Puente Madera está formado por Enrique Cerro, Esteban Ortiz, Elías
Rovira y Javier Sánchez.
Artículo publicado en la sección de opinión de tualbacete.com
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